Alexandra, 18 años.
Claramente no fui la primera en conocer a Ana, mucho menos
la última. Viajaba del vientre de mi madre, a los brazos de los doctores y de
ellos a los de mi padre, quién es un verdadero fan de Ana. De los escasos 17
años y un poquito más, que compartí con ella; puedo decir que no solamente era
una mujer hermosa. Tenía los labios delgados, dos ombligos, cejas pobladas,
cabello corto y blanco, ojos oscuros, dentadura intacta y un amor profundo por
mí. Recuerdo las lágrimas que rodaban por mis mejillas cuando ella decía no,
las recuerdo porque al contarlas, me sobran dedos de una sola mano; solía
consentir cada capricho que tenía.
Pasando por encima de cualquiera, también recuerdo lo terca
que era, Ana verdaderamente necesitaba juicio, el problema radicaba en su edad
y el amor tan grande que todos tenemos por ella. De su paciencia infinita
aprendí. Amaba de ella cuando me abrazaba o me sacudía la quijada haciéndome saber
que era la niña más linda de por ahí.
Del 9 de abril, la última vez que me despedí de ella, tengo
el recuerdo de sus manos heladas y del “adiós mija” que sé, decían sus ojos.
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